¡Necesito un abrazo!

Hace veinte años, yo manejaba un taxi para vivir. Lo hacía en el turno nocturno y mi taxi se convirtió en un confesionario móvil. Los pasajeros subían, se sentaban atrás de mí en total anonimato, y me contaban acerca de sus vidas. Encontré gentes cuyas vidas me asombraban, me ennoblecían, me hacían reír y me deprimían.Pero ninguna me conmovió tanto como la mujer que recogí en una noche de agosto. Respondí a una llamada de unos pequeños edificios en una tranquila parte de la ciudad. Asumí que recogería a algunos saliendo de una fiesta, o alguien que había tenido una pelea con su amante o un trabajador que tenía que llegar temprano a una fábrica de la zona industrial de la ciudad. Cuando llegué a las 2:30 a.m., el edificio estaba oscuro excepto por una luz en la ventana del primer piso. Bajo esas circunstancias, muchos conductores sólo hacen sonar su claxon una o dos veces, esperan un minuto, y después se van. Pero yo he visto a muchas personas empobrecidas que dependen de los taxis c...